La historia de Hans Christian Andersen, el rey de los cuentos infantiles
«¡Muy bien! Comencemos. Cuando lleguemos al final de la historia, sabremos más de lo que sabemos ahora…».
Ese es el tentador principio de «La Reina de las Nieves», uno de los 156 cuentos infantiles que escribió Hans Christian Andersen antes de su muerte el 4 de agosto de 1875, hace 150 años.
Esa reina que hiela los corazones y un niño que solo se salva por el calor de una amiga. Una sirenita que sacrifica su esencia por un príncipe que no la elige. Un emperador que, cegado por la vanidad, desfila desnudo creyéndose espléndido.
Probablemente te contaron o contaste algunos de estos cuentos, y hasta los has visto en versiones resumidas o dulcificadas.
Son tan familiares que a veces olvidamos cuán maravillosos y originales eran.
«Uno de los aspectos más revolucionarios fue la forma de escribirlos», le dijo a la BBC Jens Andersen, autor de la biografía «Hans Christian Andersen: una nueva vida».
«Eran muy orales, algo totalmente novedoso, y mal visto. Despertó rechazo, pero fue gracias a eso que creó una literatura tan vibrante».
Al romper con el lenguaje elevado, prefiriendo frases simples, sensoriales, llenas de imágenes, logró traducir conceptos complejos.
En «La reina de las nieves», por ejemplo, la noción del punto de vista subjetivo no se explica filosófica, sino visualmente, a través de un espejo que fragmenta la realidad:
«Cada pedazo llevaba la propiedad de hacer que todo lo bueno se viera como nada, y todo lo malo se agrandara».
Abandonar el lenguaje formal fue apenas una de sus innovaciones.
Andersen convirtió los cuentos en literatura de autor.
Aunque algunos de sus relatos provenían del folclore tradicional, muchos eran fruto de su invención. Y hasta los que no lo eran, tenían su toque personal.
«No adaptó cuentos, los reinventó desde adentro, con la lógica poética del alma y el lenguaje de la emoción», señaló el crítico Erik Dal.
Sus historias no eran moralejas disfrazadas, como solían ser los cuentos de entonces, y los finales no siempre eran felices.
De hecho, varios eran desgarradores, como «La cerillera», un breve relato de los últimos momentos de una niña que enciende fósforos para intentar calentarse y tiene visiones antes de morirse del frío.
Discretamente político, muestra la pobreza, la soledad y la fragilidad. Lo único que Andersen le da a la niña es la magia de la imaginación; no hay lección, sólo una imagen inolvidable.
«Andersen rompió la convención del final feliz. No buscaba enseñar, sino conmover», declaró la crítica María Tatar.

Fuente de la imagen, Getty Images. «La cerillera». Ilustración de la edición danesa original de Wilhelm Pedersen.
Sus tramas eran más fluidas y lo esencial no era tanto lo que ocurría, sino cómo lo vivían los personajes.
«Fue uno de los primeros en narrar desde dentro de sus personajes, incluso si era una tetera. Había una vida interior, una conciencia», destacó el experto Johan de Mylius.
Al explorar esa vida interna, con experiencias y emociones complejas, aunque relatadas en lenguaje al alcance de los niños, fue precursor de escritores como Franz Kafka y James Joyce, afirman varios estudiosos.
Además, fue pionero en humanizar objetos: una vela, una aguja, hasta el cuello de una camisa. Lo inanimado siente, sufre, se enamora.
Los animales, se expresan claramente: un ruiseñor canta verdades que un emperador no quiere oír, y una mariposa reflexiona «Vivir no basta. ¡Se necesita sol, libertad y una pequeña flor!».
Cada historia es una miniatura que parece simple, pero habla de lo humano.
Una sombra que se emancipa de su dueño y lo devora. Un soldadito de plomo que ama hasta derretirse. Una princesa que, por un guisante bajo veinte colchones, demuestra lo insondable de la sensibilidad.
Y entre todos, uno de sus cuentos resonaba con su experiencia: «El patito feo».
Cuando lo creó,en 1843, anotó en su diario:
«No puedo dejar de llorar. He vivido lo que escribí. Yo era ese patito».
Plumas y tijeras
«Nunca fui como los otros niños. Era feo, delgado, y todo el mundo se reía de mí. Luego, me convertí en cisne», afirmó Andersen en su autobiografía «La verdadera historia de mi vida» (1847), una de las tres que publicó.
Fue la primera vez que le contó al público detalles de su niñez.
Hasta entonces, le gustaba de citar como fecha de su nacimiento el 6 de septiembre de 1819, día en que llegó a Copenhagen, la capital del reino de Dinamarca, y el momento en el que empezó, según decía, el cuento de hadas de su vida.
Pero lo cierto es que en ese momento ya tenía 14 años.
Había nacido en la zona más pobre de Odense en 1805. Su padre era zapatero y su madre lavandera; su tía regentaba un burdel, y a su abuelo lo llamaban loco.
Vivía en condiciones precarias pero lo que no le faltó en ese hogar fue amor: pese a las burlas e insultos de los que era objeto en el mundo exterior, sus padres lo adoraban.
Su papá era un lector voraz, y compartía sus lecturas con su hijo.
Además, alentaba sus sueños y alimentaba su imaginación, construyendo artefactos como un teatro de juguete para que jugaran cuando Andersen empezó a fantasear con ser artista.
Gracias a su padre, descubrió desde muy temprana edad «dos herramientas que serían muy importantes para él: la pluma y las tijeras», reveló su biógrafo Jens Andersen.
La pluma no sorprende, ¿pero las tijeras?
«A lo largo de su vida hizo recortes de papel, y cuando ya era anciano y dejó de escribir, usaba sus tijeras e inventaba cuentos de hadas con ellas».

Fuente de la imagen, Getty Images. Una de las narrativas caprichosas, llena de máscaras, pierrots, bailarines de ballet, ángeles, cisnes y palmeras, que le gustaba hacer a Andersen.
Efectivamente, a Andersen le fascinaba doblar hojas y recortarlas para crear escenas fantásticas mientras contaba historias para entretener a sus amigos.
Varias sobrevivieron, como la que ves arriba, que «es un cuento de hadas completamente cortado que enriquecerá tu corazón», según indica la inscripción del mismo Andersen.
Su papá, además, le dio una lección de vida primordial, cuenta su biógrafo.
«Su padre quería que supiera que, aunque era cierto que él era extraño, también era extraordinario, y le dio una frase que Andersen guardó para siempre: ‘Sé lo que eres'».
A pesar de que Andersen era consciente de que era diferente a la gente con la que se quiso rodear, sabía que eso era la base de su genialidad.
Así que siempre defendió su originalidad. Incluso cuando mentores de clases más altas le aconsejaban refinarse, su respuesta era: «Acépteme así. Va en contra de mi naturaleza ser distinto a lo que soy».
Y era, definitivamente, todo un personaje.
Del éxito a la eternidad
Llegó a Copenhagen con sus sueños de ser artista, pero aunque logró cantar, bailar y actuar frente a figuras relevantes, sus talentos en esas áreas no fueron suficientes como para consagrarlo.
Lo que sí logró fue conseguir el apoyo de benefactores, algo de lo que se valió a lo largo de su vida, incluso después de alcanzar la fama y el dinero.
El primero de ellos, Jonas Collin, interventor del Teatro de la Corte Real, lo inscribió a la escuela secundaria, donde no lo pasó bien, no sólo porque tenía 17 años y sus compañeros, 11, sino porque su director lo aterrorizaba.
Andersen, no obstante, escribía… y escribía y escribía.
Con mala letra y muchos errores ortográficos y gramáticos, llenaba páginas de sus diarios.
Y al graduarse con 21 años, publicó su primer poema, «El niño moribundo», en un diario alemán y luego en el Copenhagen Post, antes de convertirse en un éxito en Francia.

Fuente de la imagen, Getty Images. «La sirenita», publicado en 1837, fue uno de los muchos cuentos inspirados en la imaginación de Andersen, no una adaptación de relatos populares.
Al año siguiente, salió a la venta su primer libro cuyo título era una broma: «Un viaje a pie desde el canal de Holmen hasta la punta oriental de Amager en los años 1828 y 1829».
Resulta que ese recorrido no podía tomar dos años, pues la distancia era apenas 3 kilómetros, pero como empieza en la noche del 31 de diciembre de 1828 y termina a la madrugada del día siguiente, no miente.
La obra fantástica fue un éxito, y aunque tras la buena acogida inicial tanto los críticos como el mismo Andersen le restaron valor, lo puso en el mapa.
Triunfó también poco después con el musical «Amor en la Torre de la Iglesia de San Nicolás», en el que el público decidía el final.
Le siguieron más poemas y libros sobre sus primeros viajes, una afición que lo llevaría a visitar muchos lugares de Europa, Asia Menor y África.
«Moverse, respirar, volar, flotar; ganarlo todo mientras das; recorrer los caminos de tierras remotas; viajar es vivir», escribiría en su autobiografía.
No sería sino hasta la edad de 29 años que empezaría a publicar cuentos infantiles.
Y, a pesar de ser un escritor prolífico, autor de 6 novelas, más de 1.000 poemas, 5 libros de viajes, unas 30 obras de teatro y libretos de óperas, además de sus diarios, memorias y artículos, serían esos cuentos los que le asegurarían inmortalidad.
El más famoso
En 1835 lanzó su primera novela, «El improvisador», y publicó su primera colección de cuentos, un folleto titulado «Cuentos de hadas contados para niños».
Le seguirían dos más, recogiendo un total de 9 relatos, incluyendo «El traje nuevo del emperador», «Pulgarcita» y «La sirenita».
Aunque Andersen ya era apreciado por sus contemporáneos por sus otros escritos, fue eso lo que lo convirtió en «uno de los hombres más famosos de la época en Europa», como dijo el poeta y crítico inglés Edmund Gosse.

Fuente de la imagen, Getty Images. En EE.UU. celebraron no sólo sus creaciones sino también la pujanza de su talento a pesar de su origen humilde.
Alemania fue uno de los primeros países en adoptarlo.
Sus cuentos se tradujeron rápidamente, a veces incluso antes de su publicación completa en Dinamarca.
El Romanticismo alemán, especialmente tras la llegada de los hermanos Grimm, abrió las puertas a la mezcla de fantasía y melancolía de Andersen.
«Los críticos alemanes interpretaron en Andersen no solo fábulas, sino también Weltanschauung, una cosmovisión», señaló el erudito Jens Andersen.
Apenas se publicaron sus primeros cuentos en inglés, fue alabado como una revelación.
El novelista William Thackeray exclamó con entusiasmo: «¡Me fascina! Acabo de descubrir a esa encantadora, delicada y fantasiosa criatura».
Y el editor William Jerdan de la Literary Gazette lo declaró un poeta único, animándolo a visitar Inglaterra, donde fue recibido con honores.
En Estados Unidos, se celebraron no sólo sus cuentos, sino su vida como una especie de cuento real: el hijo de un humilde zapatero y una lavandera analfabeta que, gracias a su genio, alcanzó reconocimiento mundial.
Los intelectuales franceses admiraron la calidad poética y simbólica de sus cuentos.
Cuando visitó París en 1843, Andersen fue recibido con entusiasmo en los salones y por artistas como David d’Angers, quien lo veía como una singular combinación de sencillez popular y sofisticación literaria.
Curiosamente, en Dinamarca Andersen fue durante mucho tiempo una figura ambigua: aplaudido, sí, pero también ridiculizado por su sentimentalismo y su vanidad.
«Nunca fue del todo aceptado como un gran escritor literario en su país; fue considerado más bien un artista popular con un toque de extravagancia», apuntó Jackie Wullschlager en «Hans Christian Andersen: la vida de un contador de historias».
Aquello de «un toque de extravagancia» quizás sí es cierto.
Admirable, pero no tan adorable
Entre sus mañas estaba viajar con una cuerda que ponía debajo de la cama, para escapar por la ventana en caso de incendio; en la mesita de noche, dejaba una nota que decía: «Sólo parezco muerto», pues le aterraba que lo enterraran vivo.
Su extraña apariencia física, aunque no era su culpa, no ayudaba.
A Gosse le impactó «la grotesca fealdad de su rostro y manos»; sus brazos y piernas eran, según su amigo, el escritor danés William Bloch, «desproporcionados», y sus «pies de dimensiones tan gigantescas» que nadie jamás le robaría las botas.
Se le sumaban movimientos «extraños» y modales «absurdos» que incluían exageradas reverencias y, según Heinrich Heine, el escritor vivo que Anderson más admiraba, «una servilidad aduladora», que lo llevó a confundirlo con «un sastre».
Tampoco se veía con buenos ojos el hecho de que fuera «mórbidamente sensible», como se describió el mismo Andersen en sus memorias, en las que reconoció ser «vanidoso», al punto de componer poemas sobre su propia genialidad
«Necesitaba constantemente que lo tranquilizaran, con lágrimas a menudo a flor de piel, conmovido tanto por el rechazo como por los elogios», señaló Wullschlager.

Fuente de la imagen, Getty Images. «Y mientras recordaba los desprecios y humillaciones del pasado, oía cómo todos decían ahora que era el más hermoso de los cisnes…».
Sus sentimientos oscilaban entre la autoexaltación y la desesperación cuando su talento era cuestionado, o si no era el centro de atención en reuniones sociales.
El autor y periodista Charles Dickens fue testigo de primera mano del claroscuro de su personalidad.
Fue uno de los primeros en alabarlo; tras recibir una de sus cartas, comentó:
«Su espíritu brilla a través de él en todo lo que hace. Es la carta más sincera, inocente y cautivadora que he leído en mi vida».
Mantenían una linda amistad que, luego de que lo recibiera en su casa en 1857, para una visita que se extendió mucho más de lo previsto, se fracturó.
Irritó a la familia desde la primera mañana al anunciar que era costumbre en Dinamarca que los invitados varones fueran afeitados por uno de los hijos de la casa.
En respuesta, Dickens le concertó una cita diaria con un barbero local, cuenta Ann Philippas del Museo Charles Dickens.
Más tarde, desconcertó a los Dickens cuando, tras leer una crítica desfavorable, se arrojó boca abajo en el césped y se echó a llorar desconsoladamente.
Tras varios incidentes más, la tensión se hizo palpable, y cuando el molesto huésped por fin partió, Dickens fijó una nota que decía:
«Hans Andersen durmió en esta habitación durante cinco semanas, ¡lo que a la familia le pareció una eternidad!».
Pero si bien su personalidad lo hacía incómodo, su talento le ganó admiradores poderosos: fue amigo de la realeza, científicos, artistas, escritores e intelectuales en Dinamarca y el extranjero.
Y los admiradores se multiplicaron con el paso del tiempo, adulándolo a la manera de Oscar Wilde, quien adoptó su tono melancólico y simbólico en cuentos como «El ruiseñor y la rosa», o a la de Jorge Luis Borges, quien declaró en una entrevista:
«Era un metafísico disfrazado de narrador. Nadie ha hablado mejor del dolor de ser distinto» (Borges oral, 1979).
Andersen siempre insistió en que no escribía sólo para los niños, sino para el niño escondido en cada adulto.
Y a todos esos niños, pequeños o ya adultos, les sigue diciendo, hoy en más de 125 idiomas:
«¡Poco importa nacer en un corral de patos, si sales de un huevo de cisne!».
BBC Mundo